Cioran: los intelectuales y el fascismo (por Rafael Narbona)
INTO THE WILD UNION: CIORAN: LOS INTELECTUALES Y EL FASCISMO:
Emil Cioran es un pensador asistemático que ha despertado el rechazo o la indiferencia de los círculos académicos. Su pensamiento se condensa en unos pocos enunciados, de carácter aforístico o fragmentario, que oscilan entre un pesimismo irreductible y un humor desesperado.
Cioran especula (o tal vez sería más correcto decir: “poetiza”) sobre la insuficiencia de las cosas. No hay mayor mal que la existencia, pues todo es insustancial, fútil, inane. Nada permanece. Todo es irremediablemente perecedero. La lucidez sólo puede ser lúgubre, pues cualquier intento de justificación de la existencia está abocado al fracaso. Sólo hay una forma de abolir esta miseria: el suicidio. Pero no se trata de quitarse la vida por desesperación. El que actúa de ese modo sólo expresa su impotencia para realizar sus deseos. La causa del suicidio no debe ser la melancolía, sino la lucidez. El que levanta la mano contra sí mismo porque descubre la inanidad del Ser, se mata por un exceso de clarividencia. “El Ser, reconozcámoslo, no ha satisfecho nunca a nadie. Consentir en procrear es un verdadero atentado contra el saber, contra el conocimiento, una empresa que parece inconcebible cuando se piensa en las ventajas de la inexistencia, en el milagro de una virtualidad no degradada en acto. El nacimiento no es el signo de la decadencia, sino la decadencia misma”.
Cioran estaba fascinado por Otto Weininger, que se suicidó con veintitrés años, y afirmaba que había más sabiduría en la consumación de cualquier suicidio que en toda la filosofía de Aristóteles. Sin embargo, Cioran murió en París a los ochenta y cuatro años. Su exaltación del suicido no le impidió disfrutar de una vida prolongada. La explicación de esta incongruencia hay que buscarla en el reverso de su filosofía. A la apología del suicidio hay que oponer su carácter apasionado, que se manifiesta en la vehemencia de sus primeros textos. Suicidio y pasión, nihilismo y acción, lisis y manía. Esos son los polos de su pensamiento. Pasión por la música, el pensamiento, los burdeles, la amistad y, sobre todo, la escritura. Cioran no teme a la contradicción. Al contrario, reivindica la paradoja y reconoce la naturaleza ciclotímica de sus ideas. No le molesta que haya algo enfermizo o patológico en su pensamiento. De hecho, define su filosofía como los espasmos de un epiléptico. Su actitud muestras ciertas semejanzas con el histrionismo de Unamuno, pero en su caso el humor atempera las angustias metafísicas.
Cioran nunca ocultó su fascinación por el pensamiento reaccionario. De hecho, escribió un breve ensayo sobr Joseph de Maistre, uno de los enemigos más feroces de la Ilustración y una de las plumas más finas de su tiempo. Maistre consagró todo su talento a vituperar la Revolución francesa, los efectos de la Reforma luterana, el apogeo de la ciencia, las consecuencias de la industrialización, y, en general, cualquier signo de modernidad. Defensor a ultranza de una teocracia papista, opuso la “oscuridad”, lo “insondable”, a las “luces” del Siglo de la Razón. Según Maistre, la autoridad de Papas y Reyes procede de Dios. Por tanto, no puede cuestionarse, pues la voluntad divina no está sujeta a error. El hecho de que no comprendamos sus designios sólo pone de manifiesto nuestras limitaciones. Dentro de este orden, la figura del Verdugo garantiza la cohesión social. El Verdugo no es el brazo de la ley, sino el eje del mundo, pues sólo él puede salvaguardar la unión del Altar con el Trono.
Partidario de exterminar a protestantes, judíos, ateos, intelectuales y republicanos, la grandeza de Maistre reside, según Cioran, en que “supo responder a la tentación del escepticismo con la arrogancia de sus prejuicios”. Sus ideas nos irritan, pero si no lo hicieran, “¿tendríamos aún la paciencia de leerle?”. Utilizando sus propias palabras, podríamos decir que, al igual que todos los grandes, Maistre “tiende a la exageración”. De ahí que identifique la guerra con la Providencia y abomine de la Enciclopedia, con la misma vehemencia con que manifiesta su fervor por las “majaderías” menos inexcusables de la Biblia. Maiste sostiene que todas las obras humanas están contaminadas por el mal, pero la palabra de Dios resplandece con el fulgor de la verdad. No hay inocentes; el hombre no sufre por sus acciones, sino por su naturaleza depravada. Por eso, nunca se puede acusar a Dios de crueldad. Cuando Dios envía a su ángel exterminador para matar a los primogénitos de Egipto, la sangre derramada apenas redime la culpa del pecado original. La virtud desapareció con la Caída. Por tanto, no se puede hablar del sufrimiento de los justos. El hombre, afirma Maistre, merece sufrir “y lo merece siempre”.
Cioran asegura que la esencia del pensamiento reaccionario se halla en el mito de la Caída. Corrompido de raíz, el hombre no puede redimirse en la historia. “La historia es el marco en que se desarrolla el proceso monótono de nuestra degradación”. Por el contrario, el pensamiento revolucionario deposita sus esperanzas en la historia. La temporalidad es lo que permite disolver las injusticias, dislocando la continuidad defendida por la tradición. El reaccionario detesta las novedades, porque no cree en la perfectibilidad del ser humano. El cambio sólo agrava el caos desencadenado por la desobediencia de nuestros padres míticos. El fervor de las revoluciones por el futuro y el movimiento sólo prolonga la rebelión contra el Creador. Maistre, que consideraba que no hay plaga peor que la innovación, vio como el curso de los acontecimientos confirmaba todos sus temores. Por eso, cuando advierte los progresos de la enfermedad, escribe: “Europa se muere y yo me muero con ella”. Su opinión es que la agonía del continente procede de la execración del dogmatismo. La libertad de espíritu ha sido más dañina que las mentiras del Islam o el paganismo.
La apología de las monarquías absolutas y de la ortodoxia romana escandaliza al lector contemporáneo, cuya sensibilidad se ha formado a la luz de los principios de la Ilustración. Maistre se sublevó contra su época y nadó contracorriente. “Si hubiera cedido al espíritu de tolerancia –escribe Cioran-, habría asfixiado su genio”. Tal vez haya que trasladar esa teoría al fervor del joven Cioran por el nazismo. Le fascinó la posibilidad de invertir el sentido de la historia con un proyecto mesiánico, que presumía de responder a un destino ineluctable. Me sedujo “su carácter de fatalidad. El hitlerismo llegó a trastornarme por su dimensión inexorablemente colectiva. Era como si todos, fanatizados hasta la estupidez, nos convirtiéramos en los instrumentos de un devenir demoníaco. Se cae en el hitlerismo como se cae en cualquier movimiento de masas de tendencia dictatorial”. Cioran no soporta la indolencia de sus compatriotas, resignados a transitar por la puerta pequeña de la historia: “Rumanía sólo se mantendrá en la historia si es capaz de insuflar un espíritu espartano en este país de libertinos, escépticos y resignados”.
Cioran se identifica con la ideología política de la Legión del Arcángel San Miguel (más tarde Guardia de Hierro), un movimiento fascista, nacionalista y antisemita, fundado por Corneliu Zelea Codrenau (“el Capitán), donde también militará Mircea Eliade, autor de una ya clásica y monumental historia de las religiones. “Antes de la aparición de Codrenau –escribe Cioran-, Rumanía era como un Sáhara poblado. La existencia de quienes vivían allí entre el cielo y la tierra no tenía más sentido que la espera. Alguien tenía que llegar. El Capitán ha proporcionado un rostro al hombre rumano. La juventud de nuestra época ya no puede esperar encontrar la salvación en las bibliotecas”.
Con los años, Cioran se justificará alegando que “el orgullo de un hombre nacido en una pequeña cultura siempre está herido”. Cioran se marchará de Rumanía y obtendrá en Francia una serie de becas, que le permitirán continuar con su obra. Esas “becas financiarán sus insomnios”, pero sólo le garantizarán una supervivencia elemental. Cioran confiesa que le agrada la situación. No le importa ser un estudiante eterno, enredado en textos que describen la existencia como una sima de podredumbre. “París es la única ciudad del mundo donde uno puede ser pobre sin avergonzarse, sin complicaciones, sin dramas. París es la ciudad ideal para un fracasado”.
Al igual que Nabokov o Conrad, el pensador rumano convirtió una lengua extranjera en su medio de expresión. Sus primeros libros en francés conservan la vehemencia de su producción anterior en su lengua materna. “Yo nunca he escrito –afirma- una sola línea a mi temperatura normal”. El paso de los años moderó ese fervor. Hacia el final de su vida, Cioran confesaba que cada vez se sentía más próximo al laconismo y la aridez. Sin embargo, la decadencia de la lengua francesa le llenaba de tristeza. Apátrida voluntario, desarraigado vocacional, Cioran no reconoce otra patria que el idioma en que ha escrito la mayor parte su obra. El francés zozobra y eso no aflige a sus hijos, que observan la decadencia de su lengua con cierta indiferencia. “Pues bien –escribe Cioran-, yo me hundiré con ella”. Ahora que se cumple el centenario de Louis-Ferdinad Céline, se plantea con Cioran un problema semejante: ¿la complicidad de un autor con una ideología criminal debe condenarlo a una relativa marginación en la historia de la literatura y el pensamiento? La literatura no brota de las creencias, sino de las palabras y, en ambos casos, las palabras se han revelado más perdurables que las ideas. A la hora de juzgar a un autor, deberíamos recordar las palabras de otro maldito: “Los libros están bien escritos o mal escritos. Eso es todo” (Oscar Wilde).
RAFAEL NARBONA
Todas las colaboraciones de Rafael Narbona como crítico literario de El Cultural de El MUNDO en: http://www.elcultural.es
Emil Cioran es un pensador asistemático que ha despertado el rechazo o la indiferencia de los círculos académicos. Su pensamiento se condensa en unos pocos enunciados, de carácter aforístico o fragmentario, que oscilan entre un pesimismo irreductible y un humor desesperado.
Cioran especula (o tal vez sería más correcto decir: “poetiza”) sobre la insuficiencia de las cosas. No hay mayor mal que la existencia, pues todo es insustancial, fútil, inane. Nada permanece. Todo es irremediablemente perecedero. La lucidez sólo puede ser lúgubre, pues cualquier intento de justificación de la existencia está abocado al fracaso. Sólo hay una forma de abolir esta miseria: el suicidio. Pero no se trata de quitarse la vida por desesperación. El que actúa de ese modo sólo expresa su impotencia para realizar sus deseos. La causa del suicidio no debe ser la melancolía, sino la lucidez. El que levanta la mano contra sí mismo porque descubre la inanidad del Ser, se mata por un exceso de clarividencia. “El Ser, reconozcámoslo, no ha satisfecho nunca a nadie. Consentir en procrear es un verdadero atentado contra el saber, contra el conocimiento, una empresa que parece inconcebible cuando se piensa en las ventajas de la inexistencia, en el milagro de una virtualidad no degradada en acto. El nacimiento no es el signo de la decadencia, sino la decadencia misma”.
Cioran estaba fascinado por Otto Weininger, que se suicidó con veintitrés años, y afirmaba que había más sabiduría en la consumación de cualquier suicidio que en toda la filosofía de Aristóteles. Sin embargo, Cioran murió en París a los ochenta y cuatro años. Su exaltación del suicido no le impidió disfrutar de una vida prolongada. La explicación de esta incongruencia hay que buscarla en el reverso de su filosofía. A la apología del suicidio hay que oponer su carácter apasionado, que se manifiesta en la vehemencia de sus primeros textos. Suicidio y pasión, nihilismo y acción, lisis y manía. Esos son los polos de su pensamiento. Pasión por la música, el pensamiento, los burdeles, la amistad y, sobre todo, la escritura. Cioran no teme a la contradicción. Al contrario, reivindica la paradoja y reconoce la naturaleza ciclotímica de sus ideas. No le molesta que haya algo enfermizo o patológico en su pensamiento. De hecho, define su filosofía como los espasmos de un epiléptico. Su actitud muestras ciertas semejanzas con el histrionismo de Unamuno, pero en su caso el humor atempera las angustias metafísicas.
Cioran nunca ocultó su fascinación por el pensamiento reaccionario. De hecho, escribió un breve ensayo sobr Joseph de Maistre, uno de los enemigos más feroces de la Ilustración y una de las plumas más finas de su tiempo. Maistre consagró todo su talento a vituperar la Revolución francesa, los efectos de la Reforma luterana, el apogeo de la ciencia, las consecuencias de la industrialización, y, en general, cualquier signo de modernidad. Defensor a ultranza de una teocracia papista, opuso la “oscuridad”, lo “insondable”, a las “luces” del Siglo de la Razón. Según Maistre, la autoridad de Papas y Reyes procede de Dios. Por tanto, no puede cuestionarse, pues la voluntad divina no está sujeta a error. El hecho de que no comprendamos sus designios sólo pone de manifiesto nuestras limitaciones. Dentro de este orden, la figura del Verdugo garantiza la cohesión social. El Verdugo no es el brazo de la ley, sino el eje del mundo, pues sólo él puede salvaguardar la unión del Altar con el Trono.
Partidario de exterminar a protestantes, judíos, ateos, intelectuales y republicanos, la grandeza de Maistre reside, según Cioran, en que “supo responder a la tentación del escepticismo con la arrogancia de sus prejuicios”. Sus ideas nos irritan, pero si no lo hicieran, “¿tendríamos aún la paciencia de leerle?”. Utilizando sus propias palabras, podríamos decir que, al igual que todos los grandes, Maistre “tiende a la exageración”. De ahí que identifique la guerra con la Providencia y abomine de la Enciclopedia, con la misma vehemencia con que manifiesta su fervor por las “majaderías” menos inexcusables de la Biblia. Maiste sostiene que todas las obras humanas están contaminadas por el mal, pero la palabra de Dios resplandece con el fulgor de la verdad. No hay inocentes; el hombre no sufre por sus acciones, sino por su naturaleza depravada. Por eso, nunca se puede acusar a Dios de crueldad. Cuando Dios envía a su ángel exterminador para matar a los primogénitos de Egipto, la sangre derramada apenas redime la culpa del pecado original. La virtud desapareció con la Caída. Por tanto, no se puede hablar del sufrimiento de los justos. El hombre, afirma Maistre, merece sufrir “y lo merece siempre”.
Cioran asegura que la esencia del pensamiento reaccionario se halla en el mito de la Caída. Corrompido de raíz, el hombre no puede redimirse en la historia. “La historia es el marco en que se desarrolla el proceso monótono de nuestra degradación”. Por el contrario, el pensamiento revolucionario deposita sus esperanzas en la historia. La temporalidad es lo que permite disolver las injusticias, dislocando la continuidad defendida por la tradición. El reaccionario detesta las novedades, porque no cree en la perfectibilidad del ser humano. El cambio sólo agrava el caos desencadenado por la desobediencia de nuestros padres míticos. El fervor de las revoluciones por el futuro y el movimiento sólo prolonga la rebelión contra el Creador. Maistre, que consideraba que no hay plaga peor que la innovación, vio como el curso de los acontecimientos confirmaba todos sus temores. Por eso, cuando advierte los progresos de la enfermedad, escribe: “Europa se muere y yo me muero con ella”. Su opinión es que la agonía del continente procede de la execración del dogmatismo. La libertad de espíritu ha sido más dañina que las mentiras del Islam o el paganismo.
La apología de las monarquías absolutas y de la ortodoxia romana escandaliza al lector contemporáneo, cuya sensibilidad se ha formado a la luz de los principios de la Ilustración. Maistre se sublevó contra su época y nadó contracorriente. “Si hubiera cedido al espíritu de tolerancia –escribe Cioran-, habría asfixiado su genio”. Tal vez haya que trasladar esa teoría al fervor del joven Cioran por el nazismo. Le fascinó la posibilidad de invertir el sentido de la historia con un proyecto mesiánico, que presumía de responder a un destino ineluctable. Me sedujo “su carácter de fatalidad. El hitlerismo llegó a trastornarme por su dimensión inexorablemente colectiva. Era como si todos, fanatizados hasta la estupidez, nos convirtiéramos en los instrumentos de un devenir demoníaco. Se cae en el hitlerismo como se cae en cualquier movimiento de masas de tendencia dictatorial”. Cioran no soporta la indolencia de sus compatriotas, resignados a transitar por la puerta pequeña de la historia: “Rumanía sólo se mantendrá en la historia si es capaz de insuflar un espíritu espartano en este país de libertinos, escépticos y resignados”.
Cioran se identifica con la ideología política de la Legión del Arcángel San Miguel (más tarde Guardia de Hierro), un movimiento fascista, nacionalista y antisemita, fundado por Corneliu Zelea Codrenau (“el Capitán), donde también militará Mircea Eliade, autor de una ya clásica y monumental historia de las religiones. “Antes de la aparición de Codrenau –escribe Cioran-, Rumanía era como un Sáhara poblado. La existencia de quienes vivían allí entre el cielo y la tierra no tenía más sentido que la espera. Alguien tenía que llegar. El Capitán ha proporcionado un rostro al hombre rumano. La juventud de nuestra época ya no puede esperar encontrar la salvación en las bibliotecas”.
Con los años, Cioran se justificará alegando que “el orgullo de un hombre nacido en una pequeña cultura siempre está herido”. Cioran se marchará de Rumanía y obtendrá en Francia una serie de becas, que le permitirán continuar con su obra. Esas “becas financiarán sus insomnios”, pero sólo le garantizarán una supervivencia elemental. Cioran confiesa que le agrada la situación. No le importa ser un estudiante eterno, enredado en textos que describen la existencia como una sima de podredumbre. “París es la única ciudad del mundo donde uno puede ser pobre sin avergonzarse, sin complicaciones, sin dramas. París es la ciudad ideal para un fracasado”.
Al igual que Nabokov o Conrad, el pensador rumano convirtió una lengua extranjera en su medio de expresión. Sus primeros libros en francés conservan la vehemencia de su producción anterior en su lengua materna. “Yo nunca he escrito –afirma- una sola línea a mi temperatura normal”. El paso de los años moderó ese fervor. Hacia el final de su vida, Cioran confesaba que cada vez se sentía más próximo al laconismo y la aridez. Sin embargo, la decadencia de la lengua francesa le llenaba de tristeza. Apátrida voluntario, desarraigado vocacional, Cioran no reconoce otra patria que el idioma en que ha escrito la mayor parte su obra. El francés zozobra y eso no aflige a sus hijos, que observan la decadencia de su lengua con cierta indiferencia. “Pues bien –escribe Cioran-, yo me hundiré con ella”. Ahora que se cumple el centenario de Louis-Ferdinad Céline, se plantea con Cioran un problema semejante: ¿la complicidad de un autor con una ideología criminal debe condenarlo a una relativa marginación en la historia de la literatura y el pensamiento? La literatura no brota de las creencias, sino de las palabras y, en ambos casos, las palabras se han revelado más perdurables que las ideas. A la hora de juzgar a un autor, deberíamos recordar las palabras de otro maldito: “Los libros están bien escritos o mal escritos. Eso es todo” (Oscar Wilde).
RAFAEL NARBONA
Todas las colaboraciones de Rafael Narbona como crítico literario de El Cultural de El MUNDO en: http://www.elcultural.es
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