Kiss
La pila de cadáveres que obstruían las puertas de salida en la discoteca incendiada en Santa María, Río Grande do Sul, se ha quedado en mi mente como una imagen indeleble, y ni siquiera he visto las fotografías o videos del suceso. Pienso en los bomberos intentando abrirse paso, aun convencidos que no podían encontrar sobrevivientes. El momento definitivo en que logran abrirse paso hasta los despojos. ¿La cantidad de cuerpos incrementa la magnitud de una catástrofe humana? ¿Es peor o mejor morir asfixiado o calcinado que en una cama tranquila a edad longeva? Los ojos del primer bombero en traspasar ese antro de "mala" muerte (como si tal cosa existiera) debieron contemplar un espectáculo sublime. Nunca lo admitirá.
Siempre he tenido fascinación por ese asunto, la muerte. Recuerdo el aroma de los primeros cuerpos calcinados que presencié, mezclado con el del cargamento de limones, también quemados, esparcidos sobre la autopista en aquel choque que cobró catorce vidas. Asemeja el olor de una tarde tranquila asando carne con los amigos para comerla con unas tortillas recién salidas de la máquina tortilladora. Sólo faltan las cervezas.
Dilma Rousseff seguro que no tuvo esa impresión al visitar el gimnasio improvisado como morgue. O al menos tampoco se atrevería a admitirlo. Sigue siendo un tabú eso de perecer, y el sentimentalismo que se apodera de las personas cuando le ocurre a alguien joven es un crimen. Cadáveres somos desde que nacemos, sólo que con los años la gente va asimilando ese cadaverismo como algo que necesita concluir ya bajo la tierra, es entonces cuando el cese de las funciones vitales pierde gran parte del dramatismo que se le confiere en otras circunstancias. Me encantaría haber sido ese bombero que entró primero a la Kiss. Me da náusea imaginar los comentarios de los presentadores de noticias de radio y televisión "una lamentable tragedia ha conmocionado a todo el pueblo brasileño" y cosas por el estilo...
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