Este cuento se quedó sin ilustraciones
EL BUSCADOR
Fausto encontró una presa atrapada en su trampa para coyotes en el cerro. Era una noche que las nubes tapaban la luna y las estrellas.
Se acercó Fausto para capturar a la presa y en ese momento oyó una voz que lo llamaba por su nombre desde la caja.
—Fausto, déjame vivir y a cambio te revelaré un secreto muy valioso para ti.
Él dudó un momento, pero decidió que si la voz le llamaba por su nombre, al menos podía escuchar qué tenía que decirle.
—Te escucho. Dime el secreto y entonces te dejaré partir.
La voz le sonaba conocida, como si ya antes hubiera escuchado hablar a quien pronunció su nombre.
—¿Cómo sé que cumplirás tu palabra?
Fausto levantó la rejilla de la trampa y a pesar de la escasa luz plateada que se cernía entre las nubes y los árboles pudo distinguir la figura de un zorro.
—Si me dices quién eres, te dejaré salir antes de escuchar lo que tienes que decirme.
Los ojos de la criatura se cerraron y abrieron, entonces Fausto vio un resplandor rojo en ellos.
—Soy un nahual y vengo herido, caí en tu trampa huyendo de un enemigo de otras vidas, un enemigo poderoso y traicionero, mi nombre no puedo decírtelo ahora.
Le creyó Fausto al nahual, le permitió salir y se quedaron mirándose unos momentos.
—En este cerro hallarás un tesoro que sólo tú puedes encontrar, Fausto, pero debes ser paciente y buscar por mucho tiempo.
El nahual corrió hacia la cumbre y se metió en la noche.
Por la mañana, Fausto empezó a construir un refugio en el lugar donde había colocado la trampa, después usó el poco dinero que tenía para comprar un equipo detector de metales y buscó día y noche, se alimentaba cazando animales silvestres y cultivando maíz en una milpa que estuvo abandonada.
Para comprarle baterías a su detector de metales, Fausto vendía en el pueblo las pieles de los animales que cazaba, pero sólo bajaba una vez cada tantos meses y la gente que lo había conocido empezó a olvidarse de su nombre. Las señoras asustaban a los niños diciéndoles que si se portaban mal iba a llevárselos el señor del fierro chillón, porque el detector de metales era una varilla alargada que hacía unos ruidos como chillidos y él lo cargaba siempre a todas partes.
Fausto construyó una casa con troncos de árboles del cerro y una bodega donde almacenaba corcholatas, rondanas, monedas viejas, latas y otras cosas con partes metálicas que se encontraba con su fierro chillón.
Un día encontró un arete de oro cerca de un riachuelo, más adelante una cadena de oro, un vestido con un botón de oro arrimado a la orilla del agua, y una mujer bañándose más abajo.
—Te ha engañado ese nahual, Fausto. Mira que llevas años buscando un tesoro falso y todo lo que tienes hasta ahora es chatarra. Es muy astuto y me robó algo que necesito, me engañó a mí como te engañó a ti. Si lo traes a mí, yo te daré un tesoro de veras, no dejes que vuelva a engañarte.
Pero Fausto no sabía cómo encontrar al nahual, ni siquiera sabía su nombre.
—Se llama Archibaldo el nahual, llámalo y vendrá a ti antes de tres días, porque te debe la vida. Yo no puedo invocarlo porque le he hecho daño cuando huía de mí.
La mujer en el agua volvió a sumergirse mientras tarareaba una melodía alegre.
En su casa, Fausto invocó a Archibaldo y a la noche siguiente ya estaba sentado esperándolo en la puerta.
—Ahora que conoces mi nombre, tienes poder sobre mí, la hechicera pasó años averiguando hasta saber que me dejaste libre y te castigará cuando me entregues, sabes que es cierto.
El buscador estaba negro por dentro, negro como el bosque la noche que liberó a Archibaldo. Esperó hasta la tercera noche para decidir qué hacer y volvió al riachuelo donde había encontrado a la hechicera sin ropa. Tenía miedo de perder el tesoro que tanto había anhelado.
—¿Sabes, hechicera? Te entregaré al nahual, pero a cambio hay sólo algo que quiero de ti.
La mujer estaba de pie en medio del agua, su mirada se encendió al escuchar las palabras del buscador.
—Te daré lo que quieras, en cuanto me entregues a ese ladrón.
Sonrió el buscador porque supo que al fin había encontrado su tesoro, después gastarse desde su juventud en andar por los cerros hasta más allá del cansancio, tal como lo había predicho Archibaldo.
Llamó al nahual y le ordenó entregarse a la hechicera.
—Sólo deseo saber tu nombre —le dijo.
La lengua de la hechicera se le atoró en la garganta, pues la magia le obligaba a cumplir lo pactado.
—Mi nombre es Eunice.
Levantó la mano el buscador y ordenó con voz poderosa a ambos.
—Archibaldo y Eunice, olvidarán el odio, olvidarán mi nombre y se irán cada quien a seguir el camino que tienen por delante.
El nahual perdió su forma de zorro y quedó postrado ante el anciano, lo miró un momento y le pareció que lo conocía de muchos años antes. Archibaldo se levantó y anduvo por la vereda, metiéndose en la noche.
La hechicera se hundió en el agua del río y se arrastró corriente abajo, pero cada vez que el buscador los llamaba, acudían hasta él y le llevaban cualquier cosa que les pidiera.
Anciano, el buscador regresó al pueblo de su juventud para vender su detector de metales, ya nadie recordaba su nombre y las señoras que lo veían pasar una vez cada tantos meses susurraban a los niños traviesos: “ándale, que ahí viene el viejo del fierro chillón y te anda buscando”.
Fausto encontró una presa atrapada en su trampa para coyotes en el cerro. Era una noche que las nubes tapaban la luna y las estrellas.
Se acercó Fausto para capturar a la presa y en ese momento oyó una voz que lo llamaba por su nombre desde la caja.
—Fausto, déjame vivir y a cambio te revelaré un secreto muy valioso para ti.
Él dudó un momento, pero decidió que si la voz le llamaba por su nombre, al menos podía escuchar qué tenía que decirle.
—Te escucho. Dime el secreto y entonces te dejaré partir.
La voz le sonaba conocida, como si ya antes hubiera escuchado hablar a quien pronunció su nombre.
—¿Cómo sé que cumplirás tu palabra?
Fausto levantó la rejilla de la trampa y a pesar de la escasa luz plateada que se cernía entre las nubes y los árboles pudo distinguir la figura de un zorro.
—Si me dices quién eres, te dejaré salir antes de escuchar lo que tienes que decirme.
Los ojos de la criatura se cerraron y abrieron, entonces Fausto vio un resplandor rojo en ellos.
—Soy un nahual y vengo herido, caí en tu trampa huyendo de un enemigo de otras vidas, un enemigo poderoso y traicionero, mi nombre no puedo decírtelo ahora.
Le creyó Fausto al nahual, le permitió salir y se quedaron mirándose unos momentos.
—En este cerro hallarás un tesoro que sólo tú puedes encontrar, Fausto, pero debes ser paciente y buscar por mucho tiempo.
El nahual corrió hacia la cumbre y se metió en la noche.
Por la mañana, Fausto empezó a construir un refugio en el lugar donde había colocado la trampa, después usó el poco dinero que tenía para comprar un equipo detector de metales y buscó día y noche, se alimentaba cazando animales silvestres y cultivando maíz en una milpa que estuvo abandonada.
Para comprarle baterías a su detector de metales, Fausto vendía en el pueblo las pieles de los animales que cazaba, pero sólo bajaba una vez cada tantos meses y la gente que lo había conocido empezó a olvidarse de su nombre. Las señoras asustaban a los niños diciéndoles que si se portaban mal iba a llevárselos el señor del fierro chillón, porque el detector de metales era una varilla alargada que hacía unos ruidos como chillidos y él lo cargaba siempre a todas partes.
Fausto construyó una casa con troncos de árboles del cerro y una bodega donde almacenaba corcholatas, rondanas, monedas viejas, latas y otras cosas con partes metálicas que se encontraba con su fierro chillón.
Un día encontró un arete de oro cerca de un riachuelo, más adelante una cadena de oro, un vestido con un botón de oro arrimado a la orilla del agua, y una mujer bañándose más abajo.
—Te ha engañado ese nahual, Fausto. Mira que llevas años buscando un tesoro falso y todo lo que tienes hasta ahora es chatarra. Es muy astuto y me robó algo que necesito, me engañó a mí como te engañó a ti. Si lo traes a mí, yo te daré un tesoro de veras, no dejes que vuelva a engañarte.
Pero Fausto no sabía cómo encontrar al nahual, ni siquiera sabía su nombre.
—Se llama Archibaldo el nahual, llámalo y vendrá a ti antes de tres días, porque te debe la vida. Yo no puedo invocarlo porque le he hecho daño cuando huía de mí.
La mujer en el agua volvió a sumergirse mientras tarareaba una melodía alegre.
En su casa, Fausto invocó a Archibaldo y a la noche siguiente ya estaba sentado esperándolo en la puerta.
—Ahora que conoces mi nombre, tienes poder sobre mí, la hechicera pasó años averiguando hasta saber que me dejaste libre y te castigará cuando me entregues, sabes que es cierto.
El buscador estaba negro por dentro, negro como el bosque la noche que liberó a Archibaldo. Esperó hasta la tercera noche para decidir qué hacer y volvió al riachuelo donde había encontrado a la hechicera sin ropa. Tenía miedo de perder el tesoro que tanto había anhelado.
—¿Sabes, hechicera? Te entregaré al nahual, pero a cambio hay sólo algo que quiero de ti.
La mujer estaba de pie en medio del agua, su mirada se encendió al escuchar las palabras del buscador.
—Te daré lo que quieras, en cuanto me entregues a ese ladrón.
Sonrió el buscador porque supo que al fin había encontrado su tesoro, después gastarse desde su juventud en andar por los cerros hasta más allá del cansancio, tal como lo había predicho Archibaldo.
Llamó al nahual y le ordenó entregarse a la hechicera.
—Sólo deseo saber tu nombre —le dijo.
La lengua de la hechicera se le atoró en la garganta, pues la magia le obligaba a cumplir lo pactado.
—Mi nombre es Eunice.
Levantó la mano el buscador y ordenó con voz poderosa a ambos.
—Archibaldo y Eunice, olvidarán el odio, olvidarán mi nombre y se irán cada quien a seguir el camino que tienen por delante.
El nahual perdió su forma de zorro y quedó postrado ante el anciano, lo miró un momento y le pareció que lo conocía de muchos años antes. Archibaldo se levantó y anduvo por la vereda, metiéndose en la noche.
La hechicera se hundió en el agua del río y se arrastró corriente abajo, pero cada vez que el buscador los llamaba, acudían hasta él y le llevaban cualquier cosa que les pidiera.
Anciano, el buscador regresó al pueblo de su juventud para vender su detector de metales, ya nadie recordaba su nombre y las señoras que lo veían pasar una vez cada tantos meses susurraban a los niños traviesos: “ándale, que ahí viene el viejo del fierro chillón y te anda buscando”.
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