De las nacionalidades



A veces me cuesta trabajo entender cómo alguien llega a sentirse orgulloso del lugar donde nació, o del lugar donde se crió; cómo alguien llega a formular en su mente la idea de ser mejor que otros sólo por el lugar donde vive o la etnia a la que dice pertenecer. ¿En serio no comprende, no se da cuenta de la manipulación de que es objeto a través de una maquinaria ideológica que le inculca conceptos artificiales y artificiosos?


No es que yo esté exento, supongo que a veces ni yo soy conciente de ese arraigo al terruño, pero me sé humano, y me asumo humano, con todo el dolor que ello implica, sin limitaciones geográficas. Eso de la nacionalidad, el patriotismo y otras invenciones abominables bien podría haberlo maquinado el doctor Víctor Frankenstein, por sus habilidades para unir partes mutiladas de cuerpos muertos y dotarlas de vida como un sólo cuerpo nuevo, pero no creo que fuera él tan perverso.


Para entender por qué existen esos conceptos, en cambio, sería más adecuado mirar hacia adentro, hacia el miedo a la soledad y a la limitación en que estamos condenados a existir, ese miedo a mirar al otro y descubrir que es diferente y que esa diferencia es rotunda, insalvable, pero bella y llena de posibilidades, que esa diferencia no nos perjudica o amenaza, sino al contrario, nos ofrece la oportunidad de existir de una manera distinta, transformarte.


Si tomamos a un par de recién nacidos, uno parido en China y otro parido en Zimbabwe (lo siento, tenía que mencionar algún país, pero pónganle el lugar que quieran), ¿no lloran al respirar por primera vez? ¿Alguien me va a decir uno de ellos tiene una cultura superior a la del otro? ¿No van a dejar de existir algún día ese par de bodoques? ¿Le importa a alguno de ellos hablar ruso o portugués?


Cambiarán, sí, y cada uno de ellos se convertirá en un universo intrincado, un laberinto casi interminable, pero en esencia siguen siendo exacta-mente-lo-mis-mo: seres humanos. Ojalá que nadie les dijera a un israelí y un palestino que deben odiarse, pero eso es demasiado pedir.


Yo no me siento orgulloso del lugar donde nací: es sólo un pedazo de tierra. Soy polvo. ¿Qué mérito tiene haber nacido en uno u otro sitio? Iré más allá, aunque no espero que alguien esté de acuerdo: ¿qué mérito tiene haber nacido? ¿qué mérito tiene respirar? ¿Acaso felicitamos a las aves por su vuelo aventurado, o al mar por su reflujo de olas palpitantes? En cambio, los humanos nos jactamos de aplastar al otro, pues para que haya victoria es necesario un vencido. Enaltecemos la opresión, la dominación. Valientes criaturas somos.


Por eso al Octopato le digo que en mi próxima encarnación quiero ser colibrí, para seguir volando por todos lados sin necesidad de pasaporte ni visa, sin dinero, sin odio.


Todo fuera música... pero no.


Y sin embargo, descubrir al otro nunca deja de ser maravilloso.

Comentarios

B. dijo…
¿Y qué pasa con los autodenominados "ciudadanos del mundo"?

Me gusta mucho la frase final.

Saludos.
dayanna* dijo…
sí la frase final es muy buena.. me agradó mucho tu post.. sobre todo pq yo siempre traigo muy en alto mi estado, no es q me sienta superior aunq d broma si lo diga.. pero al menos para mí es lindo recordar la tierra q me vio nacer y crecer.. aunq crecí mucho aquí.. pero no sé las raíces llaman..
M* dijo…
Me encantó el post. Y sí "descubrir al otro nunca deja de ser maravilloso", porque en el otro también está el -yo-.
Y lo de la nación: sí es una forma de control, un seguro más, un intento por darnos un sentido de pertenencia a un determinado lugar. Y creemos pertenecer a algo, entonces no enfrentaremos las verdaderas cuestiones: la soledad, el miedo, la muerte...

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