De niños nos subíamos a la azotea de uno de los edificios donde la gente colgaba su ropa y hacíamos montoncitos de piedras junto a la cornisa, para entonces arrojárselas a los desprevenidos que pasaban por la calle y obtener como respuesta un montón de mentadas de madre, y en nosotros una risa loca sobrevivía hasta que el apedreado se iba.
Había cierta escala de puntaje para valuar a cada víctima, por ejemplo una persona cualquiera valía un punto nadamás, los perros dos puntos, si lograbas hacer caer a alguien eran tres puntos, los viejitos sólo medio punto porque eran los más fáciles, y los albañiles tres, por ágiles, además que corríamos el peligro de que alguno se enojara y subiera corriendo a buscarnos para darnos aunque sea un jalón de orejas.
No era con resortera, al puro impulso limpio de la mano dejábamos ir la piedra, siempre pequeña para no causar algún descalabro, aunque una vez sí le sacamos sangre a una señora gordita que iba caminando del otro lado de la calle.
Una vez nos cachó mi hermana, no sé de dónde salió pero empezó a gritar Papá papá y yo le dije Cállate, y ella me preguntó Por qué si no quiero, y yo Mira te doy estas canicas para que juegues. Sorprendentemente ella aceptó las canicas y nos libramos de una tunda que seguro nos hubieran puesto si se llegan a enterar mis padres. Luego nos aburrimos de lo de tirar piedras a la gente, y nos inventamos lo de hacer dizque espadas con las varas de unas hierbas que crecían en todos lados, en los terrenos baldíos, junto a la carretera, entre las milpas del final de la colonia, y nos íbamos espadeando por toda la calle como espadachines de los que salían en las películas de piratas que luego veíamos en el cine, cuando entrábamos a escondidas porque no nos ajustaba el dinero para pagar un boleto bien, y nunca nos descubrieron. Una vez pasaron la película de Los tres mosqueteros y cada uno era un personaje, y andábamos de arriba abajo con nuestras espadas ficticias. También pasaron una vez Hamlet y a mí se me quedó grabado lo del fantasma del rey, y soñaba que se me aparecía para advertirme cosas, y yo no quería oírlo porque me daba miedo su voz de espectro.
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