Desde la cuna, la sepultura





“Me decía que lo sacara, que no podía respirar, lo sepultó la tierra hasta la barbilla y le rasqué con las manos, ya con la adrenalina me tardé como 5 minutos en sacarlo”, relató Juan Lorenzo Vázquez Prudencio acerca de uno de sus compañeros sepultureros que estuvo atrapado en una tumba al derrumbarse la tierra de alrededor.

“Ésta es mi segunda casa, a fin de cuentas aquí es donde voy a quedar”, reflexionaba acerca del Panteón Nuevo Guadalajara, donde trabaja desde hace once años. El trabajo lo heredó al morir su padre, que fue sepulturero igual que su abuelo, aunque Juan Lorenzo estuvo unos ocho años trabajando como vigilante del camposanto. Su abuelo trabajó ahí desde 1955, cuando se inauguró el panteón, cavando tumbas, y le cedió el puesto a su padre en 1977; él continuó con la tradición familiar cuando murió en un accidente en 2002. Cuando niño, le llevaba a la tumba la comida que preparaba su madre, entonces había culebras, conejos, tuzas, ardillas y hasta zorros entre las hileras de cruces.

“No la tierra es toda igual, hay la que tiene tepetate y está dura, y hay la que está jaluda que es más liviana”, considera Juan Lorenzo, aunque en su opinión hay poca tierra “virgen” en el panteón. La labor de un sepulturero de ahora consiste en abrir las criptas y bajar los ataúdes con cuerdas para colocarlo en los nichos, donde brigadas de albañiles los tapan con losas, ya no les toca mucho cavar tumbas porque está lleno de criptas. También hacen exhumaciones.

“¿Cuántos sepultaste hoy, papá?”, le preguntan sus hijos de 10 y 12 años, que antes tenían miedo del trabajo de su padre y apenas entienden lo que significa ese empleo.


“No me dan tristeza los angelitos de meses ni los adultos, los que sí me dan tristeza que se mueren son los niños”, confiesa el sepulturero.

Dice que hace poco le tocó un bebé de meses que se murió y estaba toda la familia despidiéndose de él, era ya tarde y había terminado su horario, quería ya irse, pero “lo más importante es el doliente y, pues nos quedamos hasta que le dan el adiós”. De repente, el papá del bebé agarró a su esposa y le dijo “no te preocupes, vieja, en la noche hacemos otro”. Y ya lo sepultaron.

Juan Lorenzo vivió 15 años en Los Ángeles, donde era almacenista, pero se regresó porque allá se sentía esclavo del trabajo y prefería Guadalajara. Estuvo dos años en una maderería, y luego un año como tianguero, vendiendo ropa nueva, aunque después de lo de las Torres Gemelas empezó a ir mal el negocio y al año siguiente tomó el trabajo en el panteón.

Le ha tocado ver de todo en las tumbas: los alacranes son lo de diario, él los agarra para ponerlos en otro lugar pero no los mata, los respeta; las arañas violinistas, que ponen la piel morada cuando pican; ha visto fetiches de brujería ocultos en los sepulcros, como frascos con fotos en aceite, y amor apasionado sobre las criptas: “De repente la viuda necesita quién la consuele y nunca falta el acomedido que la está abrazando y se le va la mano, ya cuando los cachamos nomás les preguntamos que si ya terminaron”.

La temporada en que llegan más cajas de muerto al panteones en vacaciones de Semana Santa y luego las de Navidad y Año Nuevo, pero los días que tienen más trabajo son el 2 y 1 de noviembre, el 10 de mayo y el día del padre, considera. En esas fechas se están todo el día hasta que se va el último visitante.

Para Juan Lorenzo, lo más difícil es cuando tienen que bajar un ataúd extranjero, porque los hacen más anchos y hay que maniobrar con alambres para que quepa, a veces los albañiles incluso tienen que romper un poco la orilla de la cripta para que entren. Llegan uno o dos ataúdes gringos al mes, y una vez llegó uno de Italia, muy pesado, que tenía forma de sarcófago, por adentro era de metal y llevaba la caja de madera por fuera.



Francisco Vázquez, padre de Juan Lorenzo

Sobre la cabeza de Don Francisco hay un hoyo en la foto

Toda la familia de los sepultureros vivió siempre en la colonia La Esperanza, y don Francisco, a quien le decían El Abuelo, había trabajado como zapatero hasta que el Papá Toribio, como le decía Juan Lorenzo a su abuelo, le ofreció su puesto cuando se pensionó en 1977.

Al morir don Francisco en 2002, su hijo se negaba a trabajar en el panteón a pesar que le ofrecieron varias ocasiones el trabajo. La que entonces fue jefa de su padre le cambiaba el nombre y le decía “Francisco, piénsalo”, fue hasta que bajaron las ventas en el tianguis cuando aceptó el empleo y entró al panteón como vigilante.



Toribio Vázquez, abuelo de Juan Lorenzo

Don Toribio es el señor de la mera izquierda

—Me decía mi tocayo don Juan, “Antes no había luz, antes había que usar una veladora, a pulso o a tanteo hacíamos las excavaciones con la veladora, hacíamos una cuevita para dejarla, y así cuando yo llegaba pasaditas las 5 ya estaba tu papá haciendo excavación, ¿Sabes qué, Toribio?, mañana te voy a chingar, le voy a madrugar para hacer una excavación.

“Entonces ya cuando me tocaba decía, me lo voy a chingar a entrar más temprano, y cuando voy viendo, tu abuelo entraba a las tres de la mañana a hacer excavaciones, tu abuelo era una chingonería”.

Es una anécdota bonita, que te digan que tu abuelo trabajó muy bien, que era de los más chambeadores, y también mi papá, dicen que era muy chambeador.



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