Son unos niños apenas de secundaria, pero qué se le va a hacer. Si quieren la revista, qué me cuesta vendérselas. Contentos ellos, contento yo.

Me gusta esta especie de complicidad, sentir que estoy aportando a mostrarles esos placeres que sus padres les tienen prohibidos. Me gusta el rubor en sus cachetes cuando mandan a uno de ellos con el dinero de todos para comprar su revista y sus cigarros, aun cuando saben que por mí no hay problema. Yo fumé el primer cigarro a los diez, le robé uno a mi abuelo mientras dormía la siesta de la tarde. Siempre lo supo, y dejaba a mi alcance las cajetillas porque era parte del ritual de ir siendo hombre. A los quince fuimos al prostíbulo. Él pagó. Cuando terminé, él ya me esperaba en el pasillo, angosto y oscuro. No dijo nada. Encendió un tabaco y me lo dio, así prendido. Mis padres andaban de viaje, y esa noche caminamos de regreso a casa, mirando cómo las luces de las calles opacaban a las estrellas.

Si estos niños supieran qué es una mujer no andarían comprando revistitas, quizá rifarían el dinero reunido y pagarían un culo, en cambio. Pero es cierto, qué chingados sé yo qué es una mujer. Yo juraba que Celeste era una diva. Menudo susto que me llevé. Por suerte no hubo problema cuando le dije que había creído… me pidió pasar la noche en mi casa, platicamos, reímos; por la mañana, cuando desperté, se había ido, con total discreción. No que me importe qué van a decir los vecinos. Más bien me tomó por sorpresa la serenidad de Celeste, su profesionalismo, su actitud tan seria, a pesar una noche desperdiciada conmigo, y no me cobró. A comparación de las otras, a veces me dan ganas… digo, si es cosa de que te la chupen, qué más da si es mujer de nacimiento o no.

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