El violinista


El violinista más malo del mundo está en el mercado San Juan de Dios. Es malísimo, y lo peor: lo sabe. Se esmera en su maldad y la usa todas las mañanas contra las personas que van a desayunar ahí. Su único propósito en la vida es torturar los oídos de los escuchas, dañar su sensibilidad musical, aniquilar el gusto por todo lo bello que se puede oír. Ha perfeccionado su técnica a tal grado que podría considerársele un antigenio de la música de la talla de Johann Sebastian Mastropiero o Van den Budenmeyer. Es capaz de destruir toda armonía, todo ritmo, con su viejo y horrible violín. Y continúa tocando y tocando a menos que alguien le dé dinero. Entonces se arrastra en su silla de ruedas hasta el pasillo siguiente, donde nadie alcanzaba a escucharlo. Los changarreros no pueden correrlo ni denunciarlo porque esa extorsión no está tipificada como delito en el código penal, y no se atreven a ponerle un dedo encima porque tiene una mirada pulverizadora. Nunca habla, nadie sabe nada de él, sólo toca y toca y repta en su silla sigilosa. Nadie puede hacerle nada.

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