La gringuez encarnada
La gringuez consiste en creer ciegamente que el ombligo del mundo
está en el culo del mundo, y que de ahí emana todo cuanto es digno
de considerarse como desarrollado, civilizado, democrático. La
misión de los Estados Unidos de América es propagar la libertad a
todo el orbe a como dé lugar, y si es preciso matar gente para
lograrlo se hará porque es lo que hay que hacer, el destino
manifiesto de la nación que guiará a las naciones. México es el
patio trasero. Ahí se acuñó el término de “gringo”, en ese
lugar tan alejado de Dios. También se dice que cuando Dios creó el
mundo hizo ahí una copia igualita del paraíso, pero luego le puso a
los mexicanos y todo se fue a la chingada. Nuestro verbo favorito es
ése, chingar.
¿Por qué somos tan diferentes ambos pueblos, yanqui (no americano
como se pretende) y mexicano, culturalmente hablando? Los mexicanos
venimos con una torta bajo el brazo y con el nopal pintado en la
frente. Y a pesar de eso somos los meros chingones. El libro
Ciudades desiertas de José Agustín parece ser un retrato de
ese empecinamiento en creer nosotros también que somos eso. Pero a
diferencia de los gringos, para Agustín el mexicano se sabe
miserable y esa actitud altanera sería una manera de decir que le
importa poco o nada lo que los demás puedan pensar de esa miseria,
que acepta incluso con una especie de gozosa burla, una mofa ante su
propio destino. Por eso el libro es como uno de esos chistes en que
aparecen juntos, en las circunstancias más ridículas, un gringo, un
polaco, un judío y un mexicano, sólo que en este caso por tratarse
de una novela aparecen también un egipcio, un nigeriano, un
palestino, cuatro o cinco chinos, peruanos, venezolanos, colombianos,
blah blah blah, y a todos ellos el mexicano se los pasa por donde no.
Tiene algo que ver con la idea del indio ladino, el que dice una
cosa y hace exactamente todo lo contrario, por el simple placer de
chingarse al otro y demostrar así que estaba mal.
Así, aunque nuestras calles estén llenas de basura, charcos de agua
sucia, indigentes y propaganda política de
hace-quién-sabe-cuántos-años, eso es mejor que unas calles limpias
y sin chiste, porque no somos hipócritas.
Será por eso que no podemos hacer nada para cambiar nuestro destino
irreversible y con abnegación ejemplar pagamos el precio cuatro o
cinco veces más caro de lo que cuesta en Estados Unidos, o nos vamos
de compras al otro lado para hacérnoslos pendejos, aunque todo el
dinero vaya para allá de todas maneras.
Y a pesar de lo mucho que criticamos lo ridícula que resulta toda
esa forma de vida de la gringuez, cómo la añoramos, cómo nos
esforzamos por traslapar esos modelos acá al sur del Gran Río,
desde la forma de vestir hasta la comida, las películas, los
automóviles, la tecnología, los libros. Nuestras calles también
se van quedando desiertas. La gente en vez de pasearse por la ciudad
se concentra en los grandes puntos de venta que les dicen cómo han
de vestir, qué han de comer, cómo lo han de comer, qué música
deben escuchar. Son los centros comerciales. El turismo ya no se
interesa tanto por conocer las maravillas arquitectónicas de México
sino por contemplar sus monumentos al “progreso”, esos monstruos
de concreto iluminados que día a día se tragan a las personas, les
chupan el dinero y los vomitan bañados de productos al último grito
de la moda, felices porque consiguieron una televisión nueva de
cuarenta y dos pulgadas con pantalla plana y control remoto para ver
a todo volumen el Warner Channel, y felices porque comerán una
hamburguesa y unas papas gringas (no a la francesa, los franceses no
harían algo así) acompañadas de refresco de cola. En eso consiste
la felicidad, aparentemente, en tener cuanto se pueda.
Pero ¿en realidad podemos poseer algo? Si la gente se preguntara
esto con más frecuencia muchas industrias probablemente agonizarían.
¿Y por qué habríamos de pretender que aquello ofertado por los
grandes productores yanquis sería mejor que otros, o viceversa? No
se trata cuestiona el producto en sí, sino la forma de producirlo y
de venderlo como si todo dependiera de poseer o no ese objeto. ¿Deja
de ser un simple objeto gracias a la impresionante cantidad de
recursos destinados a colocarlo entre los demás como la mejor
opción? Comemos mercadotecnia, no papas, no refresco. En realidad
la diferencia es mínima entre uno y otro, pero en eso consiste la
democracia moderna de la que Estados Unidos ostenta la bandera.
Consiste en tener la libertad para elegir entre una Pepsi o una Coca,
y los mismos candidatos a los puestos políticos no dejan de ser eso
mismo, una disputa entre grupos industriales o empresariales por
colocar en el poder a su producto. Welcome to freedom kingdom.
¿Por qué nos dejamos convencer de que era esa la realidad? Sin
embargo tampoco es posible pensar que nosotros seamos la respuesta
verdadera a la evolución humana, tan fragmentada. No podemos
pretender que la cultura que nos forjó a su imagen y semejanza sea
mejor que las demás. Y tampoco que toda cultura anterior haya sido
mejor que las actuales, esos purismos de regresar al pedernal de
obsidiana y las pirámides y las danzas no son más que nostalgia, si
bien, es cierto que conforman una parte esencial de nuestra cultura
pero sólo como explicación. No podemos quedarnos con el nopal en
la frente, es imposible. Todo cambiará aún a pesar de nosotros,
que hemos de volver al polvo. ¿Por qué no aceptar eso y
cuestionarlo todo, derribar las certidumbres que creemos tener?
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