Diario de Nicolás Cusade*
*Los personajes los he tomado prestados de la novela De ánima, de Juan García Ponce.
Lunes
Esta casa tiene una forma particular de poseerme y abstraerme de
cuanto me rodea, a tal punto que llego a olvidarme incluso de comer.
Aquí me concentro a pesar del sonido del tranvía cada tantos
minutos. No se le siente cuando pasa. Puedo quedarme encerrado en
el estudio durante días, trabajando en alguna pintura, sin la menor
comunicación con el exterior, a menos que mi hermana tenga la
ocurrencia de venir a visitarme para ver cómo estoy y cruzar la
callejuela que divide la propiedad en dos, mi casa y su casa.
El estudio está lleno de mis bocetos. Exploración de la luz. La
oscuridad. Los matices. Sombras. Texturas. Formas. Nunca he sido
muy bueno con las palabras, por eso encuentro en la pintura un
lenguaje más mío. Entregarme al color y sus posibilidades
visuales. Eso es lo mío. Mi palabra se ve. En cambio Gilberto
sabe dejarse poseer por la Palabra y se convierte en el vehículo que
la lleva al papel. Me halaga que me haya considerado para ilustrar
su nuevo cuento. Vendrá el viernes para discutir eso y me parece
fantástico porque siempre he admirado lo que logra al escribir, una
conmoción de los sentidos. Me evoca sensaciones que luego he de
volcar en la pintura. Me inspira. No creo habérselo dicho pero
creo que él así lo entiende. Quizás por eso me haya elegido para
hacer los dibujos del cuento, aunque probablemente no podré expresar
completamente su literatura en mi obra, porque tiendo a transformar
aquello que no me pertenece. Siempre acabo adueñándome de lo ajeno
a través de la pintura, es una forma de aprisionar este mundo
inasible que de otra manera se me escapa. Querer fundirme con las
cosas, ser ellas. Incluso las personas. Qué es el amor sino un
deseo de fusión con el otro, abarcarlo, poseerlo, ser uno, acortar o
anular esa distancia de los cuerpos que es siempre un abismo a pesar
de la cercanía física. Por eso en la pintura encuentro una forma
perfecta de lograrlo, al convertirme en mi obra o al convertirla a
ella en mí transgredo los límites impuestos por la existencia
material y dejo de existir. Dejo de ser yo mismo y me convierto en
otra cosa más perfecta. Finita, es cierto, pero transfigurada así
en una realidad distinta, más verdadera.
Viernes
Fue una sorpresa. Hacía mucho tiempo que no veía a Paloma. En ese
entonces era la mujer de Armando, pero eso no anularía mi recuerdo
de su cuerpo desnudo, ni mi deseo de poseerla. Tal vez yo lo
reprimía por alguna clase de inhibición social, o moral. Incluso
ella rechazaba hablar de esa noche aunque sé que le atraigo.
Siempre que pienso en ella me recuerdo llevándole el desayuno hasta
la cama en que despertaba de aquella noche sin ropa, bajo las
sábanas. Hilda también despertaba.
Paloma es la misma pero se ha convertido en otra. Es más ella misma
que nunca antes y adivino la influencia de Gilberto, esa influencia
que no hace sino aumentar la sensualidad de sus formas marmóreas.
Viene con Gilberto, pero no acompañándolo. Se advierte
inmediatamente que están juntos y a la vez lejanos, manteniendo su
independencia que los hace volver el uno al otro como una especie de
regresión cíclica en la que mientras más apartados parecieran,
están mucho más identificados, fusionados, fundidos en esa especie
de azoramiento de sí mismos y de su identidad confusa en que sin
embargo se distinguen el uno del otro y Paloma se vuelve más
deseable y más apetecible en la casi ausencia de Gilberto. De
pronto fue como si él hubiera desaparecido mientras leía para
nosotros el cuento. Yo estaba frente a él y Paloma permanecía
recostada en un sillón, donde no podía verla sin tener que girarme.
Pero no la veía. No la miré una sola vez. En cambio sentía su
presencia con una fuerza mucho mayor, y un erotismo exacerbado al
descubrirla reflejada en el cuento que Gilberto mascullaba
monótonamente, y que sin embargo embrujaba pues permitía entrar en
contacto con Paloma más allá de su materialidad, que me remitía a
la idea de su cuerpo como una especie de regalo u ofrenda de Gilberto
al mundo, inmolándola y haciéndola existir más intensamente en el
deseo de tocarla, de sentirla, de poseerla, transmitido en las
palabras del cuento, que giraban en torno a ella como si la
desnudaran y la expusieran ante el asombro mismo para ser estrujada
contra mí y contra el mundo. Esa ofrenda del cuerpo de Paloma hecha
por Gilberto la convertía en algo suyo al desprenderse de ella, le
hacía poseerla al entregarla para el deleite del cuerpo y del deseo
de otro. Yo así lo comprendí y al terminar de escuchar a Gilberto
pedí a Paloma que me sirviera como modelo para las ilustraciones.
“No sé por qué, yo no tengo nada que ver” dijo, pero yo sabía
que ella era consciente de lo que ese cuento significaba y de cómo
no sólo estaba reflejada en él, sino atrapada en él, inmersa,
abarcada por completo y por ello misma transformada en otra que era
Paloma pero no la de antes ni la de ahora, sino aquella Paloma que
existía como una posibilidad en el deseo, le otorgaba una categoría
superior a sí misma que la convertía en aquello que podía ser, era
potencia y acto a la vez, la deificaba. “Si no lo ves es porque
hay tanta luz sobre ti que te ciega” dije, y otra vez era como si
Gilberto no estuviera presente, pero también como si en esa
distancia él la poseyera y la entregara a mí, pues yo sabía que
pedir a Paloma que posara para mí era una pura fórmula para algo ya
aceptado desde antes.
Después de recorrer la casa para mostrársela a Paloma sabiendo que
ella vendría y que Gilberto lo aprobaba, me dejaron una copia del
cuento.
Ella vendrá mañana. Su cuerpo por entregas a plazos. Gilberto me
la ha regalado.
Sábado
Estuve haciendo bocetos de gatos por la mañana, pero les faltaba
Paloma. Como en el cuento, el gato sólo existe en función de ella,
y está incompleto sin su cuerpo de veintitantos años que transpira
una ingenuidad salvaje, una pureza incrédula. El gato es el deseo
que ella provoca. Su llegada cambió el paisaje del estudio y todo
el herrumbroso mobiliario lleno de polvo pasó a existir en función
de ella. Pasamos directamente al estudio y tomé un gato para
entregárselo, romper la tensión de esa inmóvil aparición y
comenzar a trabajar la fuerza visual de su imagen.
Esa presencia de Paloma que impregna con su color y su luz todo su
alrededor comenzó desde el primer momento a mostrarme lo que debía
plasmar en los dibujos. Al principio no era del todo clara, pero de
pronto se me reveló incontestablemente cuando ella dejó de estar
ahí para mí y empezó a estar ahí para ella solamente. Yo había
dejado de existir, y en la distancia establecida por esa inexistencia
mía la contemplaba mucho mejor dándome el impulso para dibujar su
magnificencia. El gato ya no importaba en ese momento. Había ido
aplazando el instante en que le pediría quitarse la ropa, pero
entonces decidí que no podía esperar más, que quería continuar la
contemplación plena de su cuerpo despojado de la cáscara que lo
cubría. La reacción de Paloma fue otra manifestación de su
voluptuosidad enmascarada por un pudor casi absurdo. Mencioné a
Gilberto no para persuadirla, pues yo sabía que era innecesario,
sino para provocar su deseo, ese arrobamiento producido por la
aprobación implícita que éste otorgaba a su desenfreno. “Hace
mucho que quiero verte, y ahora tienes permiso además”, dije.
Entonces me pidió que le permitiera desnudarse en otro lugar, pero
se trataba de un aplazamiento de lo que ambos queríamos que
sucediera. Los dos lo esperábamos. Le contesté que pasara a mi
cuarto.
Regresó al estudio cubierta con una sábana, revestida de una
candidez desbordante que quería significar todo lo contrario. Le
ordené quitársela y ella obedeció. Yo sabía que no me obedecía
a mí, y muy probablemente tampoco a Gilberto, sino sólo a sí misma
y a su deseo de complacerse con mi placer, como para mostrarme que
ella podía hacer con su cuerpo lo que quisiera, y conmigo también.
Dejó caer la sábana a sus pies. “Recuéstate en la cama, dándome
la espalda”, y ella se acomodó mientras yo buscaba otro papel.
“Pon el brazo a lo largo de tu cuerpo, pero bajándolo a partir de
la cintura para que no se te vea el antebrazo ni la mano”. Esa
posición convirtió a Paloma en una contemplación de sí misma,
posada en una distancia que la devolvía a mí y me envolvía en su
ensimismado otorgamiento de musa ingenua, en su deseo de sentirse y
saberse deseada y saberse voluntaria fuente del deseo, sumisa a su
cuerpo y a su desbordamiento, dispuesta a ser tomada, doblegada, para
escapar de una frontera impuesta por la existencia material, usando
ese límite desvaneciente para volcarse sobre el mundo. Me otorgaba
la oportunidad de apropiarme de esa transgresión, de capturar la
metamorfosis de Paloma tornándose más Paloma que antes y más
Paloma que Paloma. No sé cuánto tiempo pasó antes de por fin
atreverme a tomar los pinceles para apropiarme de la imagen de Paloma
frente a mí que era más que sólo su imagen. Arremetí el papel
con la tinta dando forma poco a poco esa sensación pura en que se
había convertido el cuerpo de Paloma, con un centro de gravedad
establecido sigilosamente en la juntura de sus nalgas torneadas por
una curva lenta, suave, que se desprende de la espalda y que baja por
las piernas acariciándolas. Mi voz rodó azorada por esas líneas
cuando terminé, para pedirle que se volviera. Entonces la miré
complacida al notar en mí esa fijación, y su mirada me evocó la
Maja de Goya que también aparecía en el cuento, le indiqué cómo
colocarse para trazarla con esa similitud gozosa. Me senté junto a
la cama, sin dibujar. Había prolongado el contacto con su piel,
pero ahora que tenía tan cerca de mí esa manzana apetitosa brotada
de su pecho tendí la mano para acariciarla.
Recordé la parte del cuento con el gato tocándole así. Salí del
estudio buscando un gato para colocarlo sobre ella. El gato sería
mi cómplice ante el espectáculo de Paloma deificada. Lo coloqué
sobre su cuerpo y el gato existió, Paloma le concedía parte de su
transformación a la que yo asistía como testigo. Dibujé, pero era
imposible estar así presenciando su cuerpo florecer ante mis ojos
sin dejar de sentir una atracción irresistible, y tenía que
suspender el trazo para sentir el flujo de sus líneas a través de
mis dedos, que entonces se abrieron camino en ella bajando desde sus
muslos por el surco de entre sus piernas hasta sembrarse en su sexo
humedecido. No hay palabras, no podría haberlas. “Me gustaría
poder pintar lo que siento entre los dedos ahora”, dije. Era su
deseo colmado, que la obligaba a abrir las piernas porque no cabía
en ella, la envolvía y la transportaba a una descolocación de sí
misma desde donde me poseía, al intentar yo poseerla. Sentí que
era otro. No creo que nadie pueda ser el mismo después de Paloma.
Terminé el dibujo, y descansamos. Estábamos agotados, como si
hubiéramos hecho el amor. Yo la veía sonreír, tendida
plácidamente en un abandono resplandeciente, segura, extática.
Nada estaba vedado, y eso nos producía una tranquilidad
indescriptible. Habría recorrido su sincera desnudez continuamente
hasta derrumbar las ataduras del tiempo, yendo y viniendo por toda
esa piel que la aprisionaba y le otorgaba las sensaciones que la
hacían ser verdaderamente, o hasta acercarme a ella para
introducirme en su rompedero estruendoso. Pero llegó Gilberto.
Saludó a Paloma con un beso, le acarició la mejilla, y luego desde
el cuello hasta los pies, besó su mano e inmediatamente se fue a
sentar en la mecedora. Continué dibujando y para entonces se había
desvanecido nuevamente. Éramos contempladores. Cómplices. Como
el gato y yo. Pero esa distancia de Paloma había cambiado
intensificándose la sensación de ser abarcado por ella desde el
momento en que Gilberto había llegado para dejar de existir.
El cuarto terminó de cubrirse de sombras, y decidí dejar de dibujar
para mostrarles cómo Paloma se aparecía en mis dibujos. Ella
seguía desnuda, y ahí estábamos contemplando su otra desnudez, la
que me había permitido abrazar, pero que cobraba maravillosamente
una independencia de mí mismo para existir por su propia cuenta,
perteneciéndonos sin ser de nadie pues tenía la capacidad de
poseernos. Ahí estaba Paloma desnuda y no la contemplábamos a ella
sino a su desnudez ubicua, y tangible en su rotunda revelación.
Entonces Paloma voló hasta mi cuarto, donde había dejado su ropa,
para vestirse. De pronto le había saltado la vergüenza a las
mejillas, como si en su abstracción hubiera perdido conocimiento de
que estaba desnuda. Parecía tan inocente como una niña en ese
gesto elegante con que se desprendía de la boca de Gilberto y
recordaba haber dejado la ropa en otro lugar. Gilberto y yo volvimos
a ver los dibujos, y en su cara noté la satisfacción de ver
reflejada no sólo su obra, que extrañamente parecía haber pasado a
un segundo plano, sino también y por encima de todo a Paloma. Sus
ojos brillaban con una intensidad que parecía ser el reflejo de su
deseo de exponerla, de mostrarla sin velos ante el mundo. Regresó
Paloma y pasamos a servirnos unas copas. Gilberto besaba a Paloma,
sentados en el sillón, y era fascinante saber que la ofrecía porque
era suya, porque ella le entregaba su libertad y eso le permitía
disponer de ella incluso devolviéndola a alguien más. Tomaba ese
poder conferido por Paloma sobre todo en el momento de renunciar a
él, permitirle que se entregara de lleno a sus sensaciones, que la
convertían como nunca en mujer y que como nunca le hacían parecer
deseable ante los ojos de cualquiera.
Caminamos hasta el restaurante, donde ya me conocen, y me complació
presentar a Paloma como la novia de Gilberto. Después de terminada
la cena y de platicar con una de las meseras, acompañé a Paloma y
Gilberto a sus autos. Se han ido.
Yo continúo prolongando el placer de saber que puedo tomar a Paloma
y que ella así lo quiere, me excita sentir su deseo de entregarse y
sé que sólo es posible gracias a Gilberto. Mañana vendrá porque
no hemos terminado. La espera del momento en que ha de venir aumenta
la sensación de placer en mí, al contemplar los dibujos con que me
he apropiado de ella, de su desnudez, de su cuerpo de mujer.
Recordar lo sucedido al escribirlo es como continuar contemplando
estos dibujos colgados en el estudio, y es como si cada uno de ellos
me hablara con la voz de Paloma a punto de llegar a mí para consumar
lo que nuestro deseo ya ha empezado. No creo posible llegar a dormir
esta noche.
Me instalo ante el dibujo de Paloma recostada de espaldas. Imagino y
contemplo.
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