Otra vez
(2006, mayo)
A
Alejandra, que se esconde en cada
sorbo de café
Van Gogh - Interior de café |
Sentado en
ese café, era una tarde perfecta que iba más allá de la melancolía
cotidiana que lo había caracterizado toda su vida. Casi podría
haber pensado que era la copia exacta de otra tarde muchos años
atrás, cuando terminó por primera vez el libro que le prestó una
amiga suya de la universidad.
La
gente cree que a los ingenieros no les interesa mucho ese tipo de
temas, pero el que se la pasen diseñando matemáticamente circuitos
y calculando cada aspecto de la vida con una estructura mental
pormenorizada no significa que sean incapaces de apreciar el arte, la
literatura. Sobran los ejemplos de artistas de renombre que
estudiaron cualquier cosa en apariencia completamente antagónica a
su oficio de artistas.
Esa tarde en el café, también los cielos iracundos se desgajaban
lastimeros sobre la ciudad, que era también otra, y aún no se
explicaba cómo había llegado entonces a ser quien era.
En aquellos tiempos de escuela, Joselo tenía una especie de dilema
existencial, comprendido por muy pocos y compartido sólo con algunos
de sus amigos más cercanos. Ni siquiera él mismo tenía bien claros
los porqués, ni los cómos. A veces estaba completamente seguro de
quién era y al día siguiente se desmoronaba, cambiando por completo
su forma de ser y de pensar. Por supuesto, todo tenía que ver con
una mujer. El amor es una experiencia desconcertante. Pero no era
sólo ella.
Cuando
estudiaba la carrera, digamos unos diez años atrás, todo para él
giraba en torno a la decisión que a los ojos del mundo sería la más
importante: qué hacer en su vida. A qué se dedicaría. Él era
bastante autocrítico y sabía que debía pensársela muy bien si
quería independizarse, ser autosuficiente. Por eso estudió la
ingeniería. Pero su interés por los libros y poesía propiciaba
comentarios desagradables entre algunos colegas y vecinos: que cómo
perdía el tiempo en esas cosas, que cómo no se dedicaba de lleno a
lo suyo, que debería poner los pies bien en la tierra. Sin embargo
estos comentarios más bien le hacían cuestionarse si en realidad
quería estudiar ingeniería. ¿Sería el título un capricho, o una
forma de quedar bien con sus padres que le pagaban la escuela? ¿De
qué le serviría terminar una ingeniería si acabaría por dedicarse
a otra cosa? Joselo se sentía dividido a veces entre su pasión por
el arte y sus deberes académicos. Y detrás de todo esto existía en
él una preocupación mayor que a veces le atormentaba noches
enteras. Ya nada tenía que ver con la religión, que hace mucho
había dejado de preocuparle, ni tampoco con la política, que le
daba igual porque todos los partidos eran lo mismo.
Esa tarde lo extraño era que a pesar que su pasado existía para él
como en una irrealidad o un sueño, de pronto se sintió, tal vez
debido al libro y al clima, como aquella vez en que, sentado en una
banca del parque, cerca de la estatua de Friedrich Chopin o algún
otro personaje histórico, llegó por fin a las últimas palabras de
la novela que Fabritzia le encargó mientras se iba de vacaciones con
unos familiares que vivían en la costa.
Las
sensaciones ahora producidas en él por Juegos
Florales, se parecían a las que había
experimentado cuando la universidad. Esta vez no se trataba de la
banca de un parque, sino de un pequeño café en un barrio tranquilo,
pero igual llovía como entonces.
Recordó
que fue en esos días cuando decidió dejar la ciudad de Guadalajara
para continuar estudiando en otro lado. El lugar era lo de menos.
Dejaría atrás todos aquellos sitios que había comenzado a detestar
por su reiterativa provocación de sentimientos encontrados. Al
doblar cada esquina le sobrevenía un alud de recuerdos a un tiempo
gratos e insoportables. Era en este punto donde el final de la novela
que le prestó Fabritzia, la tarde de años atrás y su historia con
Pilar se entretejían, aunque no tenía muy claro cómo.
En
cierta forma es mentira que no se explicara exactamente cómo había
llegado a ser quien era. Recordaba muy bien la mayor parte de lo que
había ocurrido en esos diez años, por lo menos lo importante, que
lo había distanciado poco a poco de ese joven altanero e impulsivo
que era entonces, pero nunca reflexionó cómo había cambiado su
vida a partir de aquél libro aquella tarde, y mucho menos había
pensado en la gran similitud entre el personaje narrador del libro y
él mismo. La lluvia trajo consigo nostalgias que le devolvían por
momentos a esa Guadalajara primaveralmente húmeda, donde podía
entrever, tras la pausa de cada sorbo de café, cómo después del
libro se había orquestado en él un pequeño viraje, que a la larga
lo diseminó hacia otros vientos; cómo después de guardar el libro
en su mochila se adentró en las calles antellovidas rumiando aún
los paisajes italianos de la novela. Oscurecía y él apenas había
advertido que caminaba directo hacia la calle donde vivía Pilar.
No,
no. Pensándolo mejor, estaba muy conciente que se acercaba ahí,
pero se trataba de una especie de juego en que pretendía no saber, o
no querer pasar por ahí, y a la vez sí. La idea de encontrarse
accidentalmente con ella rondaba sus pasos, le perseguía cada vez
más de cerca, pero él lo negaba argumentando que eso sólo ocurría
en la ficción. ¿Y si después de todo su vida era una ficción?
Faltaban dos cuadras, y para evitar enfrentarse a ese tema, se detuvo
un momento al resguardo de algún restaurante poco concurrido,
encendió un cigarro y esperó. Preguntó la hora sin escuchar
siquiera la respuesta y aprovechó la pausa en la caminata para
aclarar en su mente algunas partes de la historia que le habían
interesado. Se identificaba en cierta manera con el sentimiento del
narrador, ese ser omnisciente que se escribía a sí mismo a lo largo
de las páginas, ese escritor que deambulaba sobre sí mismo como
queriendo reinventarse y reinventar la historia o confundir al
lector, pues hacía suponer que se trataba de acontecimientos y
personajes reales en lugares reales, que el escritor era el mismísimo
personaje central, pero no sabía cómo distinguir lo verídico de lo
fantástico.
Le
daban ganas de ir a preguntarle al profesor de las clases de
literatura de Pilar si todo había sido una farsa desde el principio,
o si en realidad era el autor mismo, que se limitaba a relatar punto
por punto cada detalle, tal como había ocurrido. Pero era absurdo,
no podía tratarse de un escritor respetable si hubiera hecho tal
cosa. Y de pronto Joselo se encontró a sí mismo fantaseando con
escribir su propia historia, la historia de aquella tarde renegrida,
y confundir también a quien la leyera como lo había logrado Sergio
Pitol.
Le fascinaba la decadencia de cada personaje en la novela a la vez
que le aterraba la idea de llegar a viejo, de desgastarse hasta la
senectud, la idea de dejarse vencer por la opinión de los demás y
condescender siempre con ellos, que era lo que a Fabritzia repugnaba
del personaje narrador, pues decía que era demasiado mediocre, a
diferencia de Joselo en quien encontraba algún talento a pesar de
las diferencias ideológicas que a menudo los enfrascaban en largas,
testarudas discusiones.
Aún así, para Joselo el narrador no era un escritor mediocre, sino
un apasionado artista sepultado, como él, por la costumbre y el
desamor. Claro que cuando Joselo escribiera su historia evitaría
detenerse demasiado en este tema tan trillado, para no caer en los
lugares comunes. ¿A quién le importaría saber cómo había
terminado con Pilar semanas atrás? ¿Para qué meterse en los
detalles de su tristeza? Para eso estaba la poesía. Ahí podía
tenerse autocompasión y reclamar un amor que jamás llegaría. Pero
en una historia escrita por él, habría sido patético echar mano de
ese recurso, que estropearía su idea original de explorar la
conexión entre el arte y la vida real, y cómo afecta a todas las
personas en un plano más allá de lo emotivo.
Se terminó el cigarro, pero antes de volver a la marcha le asaltó
una inquietud: ¿no sería ese cuento que planeaba tan sólo una
descarada copia barata de algo preexistente? Bueno, ¿y qué? Sería
sólo un ejercicio de escritura que podría aprovechar para desahogar
su soledad y su crisis creativa. Además seguramente nunca lo
publicaría.
Sorbió otro traguito de café, y el recuerdo de las dos calles que
faltaban para la de Pilar le pareció tan cercano como si otra vez
estuviera caminando ahí bajo la lluvia, con los pies mojados,
enfundado en su horrible chamarra de piel desgarrada, hasta que llegó
a la tan temida encrucijada sin poder voltear siquiera en dirección
a la casa de Pilar. Así que siguió de largo, cruzó la calle
mientras recitaba uno de los poemas de amor de Pablo Neruda que tanto
le dolían, uno de esos hermosos poemas.
Tan concentrado estaba en los versos, que un automóvil a punto de
dar vuelta casi lo atropella. El peatón tiene preferencia. Aunque
podría haber sido Pilar. De reojo, ya al otro lado, le pareció
reconocer su auto pero no le tomó importancia y siguió caminando. O
tal vez le tomó demasiada importancia y por eso siguió caminando,
porque no se habría atrevido a mirarla a los ojos y pensaba que
probablemente habría sido mejor si lo atropellara.
Tal vez en la historia que maquinaba se pondría otro nombre, como
Juan Pablo o Julián, y a Fabritzia la nombraría Fabiola, y a Pilar
la nombraría Paola. Era importante que todos los nombres comenzaran
con la misma letra que en la vida real, para mantenerse fiel a los
hechos. En el café soltó una carcajada al recordar los pensamientos
que le ametrallaron diez años atrás al otro lado de la calle. ¿Por
qué pensó que debía apegarse a los nombres? ¿Por qué no
cambiarse el nombre por Fedor, como su escritor favorito, o por qué
no cambiar el de Pilar por Alejandra, un nombre que siempre le había
fascinado? Los otros tres o cuatro tipos que conformaban la clientela
del cafetín en ese momento, barrieron con una mirada inquisidora a
Joselo, que alienado en la esquina más apartada, pedía otro
expresso y preguntaba sin interés al mesero qué hora era,
obviamente sin prestar atención a la respuesta.
La
lluvia no había parado afuera. Unos años más joven habría salido
a mojarse y deambular por debajo de los árboles revestidos de
esmeraldas. Pero no ahora. Prefería la tranquilidad acogedora de un
lugar techado, y una taza humeante entre las manos. Como entonces,
habría resbalado sobre los charcos aprovechando para confundir la
lluvia con el llanto, y habría inventado un final distinto para
aquella tarde. Tras la carcajada recordó el final que había pensado
entonces para su historia, donde después de tocarle el claxon, Pilar
se bajaba del auto sin importar la lluvia ni los autos detenidos
detrás del suyo, y alcanzaba a Joselo que ya se alejaba. Discutían.
Él no quería decirle cuánto le dolía todo lo que había pasado,
pero al fin lo hacía, y al fin se daba cuenta que a ella también le
dolía. Ella le decía que subiera al auto, no fuera a agarrarse un
resfriado, y después de resistirse un poco, por fin accedía. Se
estacionaban media cuadra después y se miraban por largo rato. Él
hacía un estúpido comentario acerca de cuánto le gustaba la lluvia
y ella respondía con una alusión a la final del campeonato de
fútbol. Él estaba temblando, como otras veces en que habían estado
así juntos, hasta que ella lo tomó del brazo y comenzó a decir que
lo extrañaba. Joselo también la extrañaba, pero de manera
diferente a como creía que ella lo extrañaba, y a punto de
reprochárselo, le preguntó qué podía hacer por ella. Pilar le
pidió que volvieran. Sí, ella también lo quería pero era
demasiado orgullosa como para aceptarlo. Le dijo que él era la
primera persona que la había querido de aquella manera un tanto
extraña, y ella había llegado a necesitarlo un poco; le dijo que
sólo lo había entendido con el tiempo que estuvieron separados.
Volvieron. Después de unos meses por fin se hartaron el uno del otro
y terminaron definitivamente, pero fue lindo mientras duró.
Volvieron a ser amigos y cada quien siguió con su agonía muy
personal. Así terminaba todo. Pero había valido la pena, y ninguno
de los dos lo cambiaría por nada.
El
verdadero final desastroso de la relación se parecía también a uno
de los episodios protagonizados por el narrador de Juegos
Florales, justo antes que su enfermedad
lo decidiera a viajar a Roma. Tomó el libro para guardarlo, pero
antes advirtió la inscripción desgastada del nombre de Fabritzia en
la portada. Nunca le devolvió el libro, ni volvió a saber de ella.
Algunos pidieron a los padres de Joselo su nuevo número, recién
habiendo dejado la ciudad, y le telefoneaban de vez en cuando, en
fechas como Navidad, a pesar que sabían cómo a él le disgustaba
festejar cualquier clase de aniversario y a pesar que lo sabían
completamente irreligioso; tal vez lo buscaban por alguna especie de
deber cultural malinterpretado, tal vez por nostalgia, o simplemente
para aparentar que no había muerto su amistad. Incluso era posible
que lo hicieran por molestar, pero como él nunca devolvía la
llamada, un par de años después perdieron todo contacto, aunque a
Joselo pareció no importarle mucho. Sin embargo también es probable
que las circunstancias económicas en que se había colocado por su
ocurrencia de cambiarse de ciudad le impidieran darse el lujo de
hacer llamadas de larga distancia. Si apenas tenía dinero suficiente
para solventar su rigurosa dieta a base de nicotina y tortillas,
difícilmente se preocuparía por llamar a quienes en otro tiempo
fueran sus amigos.
En
fin, podría decirse que sólo le había dolido una separación, la
de Pilar, pero no había nada para remediarla. A pesar que lo
corroían los deseos de estar con ella, de hablarle o por lo menos
verla, la sensación de malestar que se seguía por saber que no
podía competir con su obsesa decisión de no intentarlo, le impedía
acercarse. Además le había prometido no molestarla más, y no
encontraba otra manera de cumplir su palabra que apartándose. Sin
embargo ella no era cruel, aunque algunos amigos de Joselo podrían
pensarlo. Era sincera, y por eso él siempre estuvo agradecido. Él
había sido sincero con ella desde el primer momento, y no quería
que se sintiera forzada a nada. Para Joselo la libertad de Pilar era
más importante que él mismo, y decidió alejarse porque creía que
seguiría sofocándola si continuaba con ella, aunque no sabía cómo
demonios la sofocaba. Tampoco supo por qué demonios ella le dijo que
la sofocaba, pero se imaginaba que sería una forma de cortar de tajo
una relación como ésa. La última vez la vio cuando ella partía
hacia la frontera, algún asunto relacionado con el negocio de su
padre, un comerciante de joyas. Quiso abrazarla, pero sólo atinó a
rozar con una caricia efímera su espalda también efímera. Ella
deslizó su mano por el brazo de Joselo y subió al taxi que la
llevaría al aeropuerto. Es probable que ambos presintieran que se
trataba de la última despedida y por eso evitaran prolongarla
demasiado, porque Joselo era tan impulsivo que sería capaz de algún
desplante justo a la mitad del estacionamiento.
Cuando
terminó de beberse el expresso que había pedido, ya la calle estaba
oscura. La mortecina luz del cafetín impedía ver el exterior con
claridad y en el cristal del frente alcanzaba a ver la silueta de su
barba apenas perfilada bajo unos ojos entre ojerosos y burlescos, que
se mofaban principalmente de sí mismo. Cerró Juegos
Florales. Hacía mucho que no se daba
el tiempo para leer un libro, y mucho menos para releer alguno, por
lo cual los sentimientos que le produjo fueron más intensos. Casi se
había olvidado de la clase de programación que debía dar al día
siguiente frente a un grupo de bachilleres frenéticos por la
cercanía de los exámenes. De todas formas ya conocía a la
perfección la materia, así que no se esforzaría demasiado en
prepararla, y si se sentía con ganas de no darles clase ya se le
ocurriría alguna escapatoria, como proyectarles alguna película de
la videoteca o comenzar una discusión de política, un tema que a
sus alumnos parecía fascinarles. Se los perdonaba por ser tan
jóvenes.
Recordó el día en que le presentaron a Pilar en una fiesta. Fue
algo bochornoso. Llevaba ya varias cervezas encima y vestía unos
pantalones agujerados que se le resbalaban bufonescamente un poco
por debajo de la cintura. Entonces usaba anteojos, que después
decidió no usar más, por una etapa de narcisismo bastante marcada,
posterior a que terminara la universidad. La miró por sobre los
lentes y sólo atinó a decir una frase en italiano que había
escuchado en alguna mala película. Ella tenía una elegancia casi
oculta bajo su forma de vestir desarreglada, que le subyugó desde el
primer momento, complementada por unos ojos grandes y penetrantes que
parecían querer confiscarle el alma. Casi once años habían pasado,
y en ese entonces su acento cantadito de tapatío era casi puro.
Ahora hablaba atropelladamente, y su jerga era la característica de
cualquier norteño. La frasecita italiana tropicalizada con su
especial forma de hablar había parecido simpática a Pilar, que
conversó entretenidamente con Joselo por un par de horas, antes de
que su novio llegara. Con qué placer recordaba la golpiza que le
había propinado al tipo un par de meses después, cuando decidió
que la cosa iba en serio con Pilar. A él también le partieron la
cara, pero nadie podía negar que después de ese día su rival se la
pensaría dos veces antes de intentar hablar siquiera con Pilar. Y
entonces, contemplándose aún de frente al cristal de la cafetería,
se preguntó si ella lo recordaría. ¿Sería para ella una
fotografía agradable en su memoria, o lo habría enviado a la
papelera de reciclaje junto con los regalitos que le había dado?
Por azares del destino se enteró que unos años después Pilar se
había instalado también en la ciudad, e incluso alguien le había
facilitado su número. Sería imposible enumerar la cantidad de veces
que estuvo tentado a marcarle para, según él, recordar
inocentemente los viejos tiempos e invitarla a comer. Pero los dedos
se le entumían al tomar el auricular y su voz se apagaba al ritmo
del tono de marcado. Colgaba siempre antes que nadie contestara.
Casi rayando las nueve de la noche, cuando la gente comenzó a llegar
al local, Joselo sintió su cómodo ensimismamiento amenazado por la
turba, y tomando lo que traía consigo, salió sigilosamente, seguido
de una desesperanza a la que había acabado por acostumbrarse.
–Hoy
tampoco vendrá –se dijo, mientras caminaba por la avenida hacia la
siguiente parada del suburbano.
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